domingo, enero 11, 2009

Hakim y la desesperanza


Hakim contempla con angustia la destrucción que los bombardeos israelíes de las últimas horas han provocado en su barrio. El palpitar desbocado de su corazón retumba más horrísono que el silbido de los proyectiles y el estruendo de sus impactos. Percibe como el odio le va invadiendo sin remedio, atenaza su voluntad y poco a poco se va convirtiendo en un deseo implacable de venganza. Sólo tiene trece años, pero el conflicto atávico que ha sumido a sus antepasados en una vida llena de miedo y desesperación fluye ya por su sangre con una furia irrefrenable. Para quien ha visto el cuerpo descarnado e inerme de su hermana menor bajo los cascotes de la vieja casa familiar no existe consuelo posible. La muerte se paga con muerte, el odio se vence con más odio y al ejército enemigo se le afrenta arrojando piedras a falta de otros métodos más contundentes. Aunque no sea muy consciente de ello, constituye ya una pequeña pieza de ese engranaje monstruoso de movimiento perpetuo lubricado por la sinrazón.

Mientras tanto, en todas las televisiones del mundo, la portavoz del ejército israelí declara sin pestañear que las municiones empleadas por sus soldados respetan los convenios internacionales, para acallar las voces que hablan del uso de fósforo blanco por parte de Israel. Ese es precisamente el gran mal de este siglo heredado del anterior: la perversión del lenguaje al servicio de la hipocresía. Si Hakim pudiese opinar delante de un gabinete de expertos de la O.N.U. seguramente diría que para él no hay diferencia entre morir aplastado como su hermana, desangrado por el alcance de algún proyectil, achicharrado por el fósforo o sentenciado por una bala enemiga. Diría que la diferencia radica en vivir con esperanza antes que perecer, no en la forma de morir; diría que la agonía individual es una nimiedad comparada con el sufrimiento colectivo de un pueblo constantemente amenazado y desprotegido ante la mirada impasible de Occidente que ve a Israel bien como un cliente al que proveer de arsenal bélico, bien como un antiguo aliado al socaire de las útiles causas sionistas del pasado o -como en el caso europeo con Alemania a la cabeza- como una vieja víctima de un holocausto vergonzante, capítulo de nuestra historia más reciente que pugna desesperadamente por ser dejado atrás de una vez por todas. Mucho me temo que aquello de que detrás de un opresor siempre hay un gran oprimido es una máxima constatada inútilmente por la Historia de la que nadie parece estar dispuesto a aprender. Lo peor es que ya se han sembrado tantos vientos que las tormentas que se recogen se confunden entre sí en un maremágnum de intereses encontrados. La conmiseración que hoy sentimos por los árabes de la Franja de Gaza no es más que una brizna que se llevará el viento en cuanto algún grupo terrorista en nombre de Alá ataque intereses occidentales y seguirá sin existir reparo alguno en actuar con connivencia hacia los judíos que en otro tiempo perecieron en los hornos de la vergüenza de una sociedad que hoy enarbola la bandera de la civilización. Y que nadie se extrañe ni sonroje si los países que envían ayuda a Gaza a través de Cruz Roja Internacional, incluido el nuestro, son los mismos que condenan tímidamente los ataques israelíes mientras mantienen intactas las relaciones diplomáticas con ese país.

Sin embargo, lo que más pasmo causa es ver a algún manifestante en alguna capital de este inhóspito mundo reivindicando una "guerra justa". Esas dos palabras yuxtapuestas producen un chirrido horrísono, como el palpitar desbocado del corazón de Hakim, como el silbido de los proyectiles israelíes y el estruendo de sus impactos. Yo prefiero clamar porque se destierre la palabra guerra y todo lo que la representa o se le asemeja y se hable más de justicia o, mejor dicho, Justicia, con mayúscula; porque, me pregunto, ¿acaso es justo que los niños palestinos como Hakim, al igual que los niños israelíes, no tengan la oportunidad de crecer sin violencia para que en el futuro puedan llegar a escucharse? Aunque sobrevivan a los ataques de uno u otro bando, ¿cómo podrán acercarse a la posición del otro para buscar una solución al conflicto si no han vivido más que el terror de las bombas y el temor de la amenaza? Lo paradójico de toda esta situación es que al sembrar el odio entre los hijos del vecino, unos y otros siembran el odio entre sus propios vástagos haciéndoles herederos de su incapacidad para saber apreciar y respetar, por encima de cualquier dios, creencia o rivalidad histórica, el valor de la vida y de la paz, dos conceptos que al contrario que guerra y justicia, deberían ir siempre de la mano, ya que uno no tiene razón de ser sin el otro.

Neuromante