lunes, mayo 18, 2009

Para qué sirve


Los viernes, al llegar a casa después del trabajo, siempre me lo encuentro en el salón con las rodillas sobre un cojín, acodado sobre la mesita de mármol y con la mirada cargada de resignación dirigida hacia algún hueco en blanco de la hoja de ejercicios. El lápiz, inmóvil entre sus diminutos dedos, como perro que ha olisqueado una perdiz, señala la posición en la que debería empezar esa maldita respuesta que no acaba de llegar a su tierna mente de diez años. Hoy, nada más entrar en la estancia lo reprendí por no sentarse en una silla como es debido, con la espalda bien recta, a lo que respondió con un sofión recordándome lo impertinente que puede llegar a ser un padre cuando se empeña en ejercer como tal. Para compensarlo de mi filípica, lo arrastré hasta el sofá a base de cosquillas mientras me suplicaba entre risas entrecortadas y alharacas que lo dejase en paz.

­­A ver, ¿qué pasa con esas “Mates”?¿se resisten o qué?

No entiendo una cosa… esto: Sn=n*(n+1)/2 comentó irritado después de trazar una espiral que dio varias vueltas alrededor de los símbolos hasta cerrarse completamente, en un intento por atrapar el significado de la fórmula.

¡Pero si es muy fácil! Mira, ahí Sn se refiere a la suma de los primeros n números naturales empezando en 1. Por ejemplo, si n fuese 8, Sn sería la suma de 1+2+3+4+5+6+7+8. Observando este ejemplo con un poco de detenimiento llegamos a la conclusión de que el primer sumando y el último (1 y 8) suman 9, que el segundo sumando y el penúltimo (2 y 7) también suman 9 y lo mismo diríamos del tercero y el antepenúltimo y de los sucesivas asociaciones análogas de pares de sumandos. Es decir, para n=8 sumandos tenemos n/2=4 sumas (la mitad que de sumandos) valiendo cada suma n+1=9. Por lo tanto, sólo hay que multiplicar n/2 por (n+1). Quizás te despiste un poco que la división entre 2 aparezca acompañando al factor (n+1) en vez de a n, que es de donde verdaderamente proviene el sentido de la fórmula pero ya sabes que el orden de los factores no altera el producto.

¡Es verdad, papi! ¡Eres un genio!

Pues lamento decirte que esta solución la halló por primera vez un jovenzuelo de diez años como tú hace mucho tiempo, sorprendiendo a su propio profesor, al ser capaz de decir casi de inmediato que la suma de los primeros cien números era 5050 cuando todavía sus compañeros no habían sumado ni los veinte primeros.

¡Ya, papá! ¡No me digas más! Seguro que fuiste tú en la escuela.

¡Qué más quisiera yo, hijo!

Pues si tú no eras capaz de descubrir una cosa así no me pidas a mí que lo sea.

¿Y quién te pidió que lo seas, granuja? Sólo intentaba ayudarte.

Pero… dime, papi, esto… ¿para qué sirve?

Aquella pregunta repentina fue un disparo al corazón, un puñetazo entre los dientes del que tardé varios minutos en reponerme. El tiempo que transcurrió hasta que fui capaz de romper el silencio con un burdo balbuceo debió de resultarle tan extraño e incómodo como a mí. Allí estaba yo, aturdido en medio del salón, abrumado por el peso de la ignorancia tan mal disimulada con mi prolija explicación de una fórmula inútil que, ahora ya sí, podía incluso considerar estúpida desde cualquier punto de vista. Porque es verdad que en mi día a día se me han presentado innumerables sumas, muchas restas, abundantes multiplicaciones y alguna que otra división pero de sumar los primeros n números naturales nada de nada. La desazón del momento me llevó a un intento por enumerar todas aquellas cosas que nos traen de cabeza, a las que les damos mil vueltas en la vida, pero que finalmente resultan no servir para nada, empezando por la propia vida. A pesar de ello, nos empeñamos en desentrañar todos los misterios, cada atisbo de duda que surge a nuestro alrededor. Insistimos en buscar relaciones allí donde haya dos hechos y somos tan torpes que nos conformamos con determinar que uno es anterior al otro para convertirlos en causa y efecto respectivamente, a falta de otra respuesta más juiciosa. Apenas podemos llenar el vacío con más vacío pero presumimos ufanos de colmar la cornucopia de la sabiduría; sólo podemos intuir levemente la virtud, la belleza y la realidad mas nos jactamos de conocerlas, diseccionarlas y escrutarlas a nuestro antojo. No se puede ser más engreídos y vanidosos. Y como aceptar una derrota no entra dentro de las posibilidades contempladas por el engreimiento y la vanidad me dispuse a elaborar una respuesta que, aunque peregrina, traté de aliñar con cierta apariencia de justificación razonable:

Bueno, hijo, digamos que directamente no tiene ninguna aplicación práctica pero sirve de base a otros razonamientos matemáticos que sí la tienen como ocurre con la combinatoria, la estadística y el cálculo infinitesimal. Ahora te suena a chino; sólo cuando veas todo eso más adelante en el Instituto lo entenderás. Pero la cuestión no es si sirve para algo o no. Hay muchas cosas que quizás no te sirvan de nada en el momento que dispones de ellas o las descubres pero que pueden tener mucha utilidad en un futuro. Es más, muchos descubrimientos surgieron para dar respuesta a una necesidad concreta pero acabaron siendo destinados a cubrir otras completamente diferentes. No todo el saber humano está llamado a ser utilizado con una finalidad práctica. Aunque te parezca mentira, hay muchas personas a las que les pagan por adquirir nuevo conocimiento, por construir abstracciones y elaborar entelequias y nadie les reclama el dinero que han cobrado aunque finalmente el producto de sus investigaciones carezca de valor real aparente, porque el nuevo conocimiento en sí mismo carece de valor en tanto que tiene un valor incalculable.

En eso se salva el “profe” de “Mates” porque si tuviese que justificar la utilidad de lo que nos enseña para cobrar te aseguro que se moriría de hambre.

Ja, ja, ja,… Quizás hayas dado con la utilidad de la fórmula. Sin duda, las sumas finitas le han servido a tu profesor de matemáticas para ganarse el sueldo. Así que aplícate, a ver si tú algún día también llegas a profesor para vivir del cuento.

Lo dices como si tú no fueras profesor.

No, no lo digo tanto como profesor (que no me gusta arrojar piedras a mi propio tejado) sino más bien como alumno que he sido de muchas personas que decían serlo.

Me miró fijamente, casi con reprobación, como si el aludido hubiese sido él mismo y entonces, tras el brillo desafiante de sus ojos, intuí que estaba destinado a ser el padre de uno de los matemáticos más brillantes de este siglo. Por fin, había encontrado la utilidad de mi humilde existencia aunque no podría confirmarlo hasta veinte años más tarde.



Neuromante